Es el tópico que centra las diferencias en los debates intergeneracionales. Esos que enfrentan a una España que desde la niñez “ayudaba en el negocio familiar”, con una España que vive del negocio familiar aun muchos años después de cumplidos los veinte. A la España de los sacramentos, contra las «demasiadas» libertades de los jóvenes.
No he tenido, en mi vida, ninguna conversación en el colegio, en el instituto, o en el parque, en la que se dijera: “Hoy he visto a mi padre/madre, irse o volver muy contento del trabajo”.
Porque no es cosa de jóvenes. Nadie quiere trabajar.
Trabajar es una acción. Una elección. Que requiere, como todas, de motivación.
¿Acaso los “no jóvenes” quieren trabajar?
En clave personal. Yo, no es que no quiera trabajar. A mí simplemente ningún banco me ha dado, antes de los 25 años, el equivalente hoy a los 10 o 15 millones de pesetas con que antes se formalizaban las hipotecas.
No es que no quieran trabajar. Los jóvenes básicamente, no tienen una hipoteca que pagar.
Y los no tan jóvenes lo saben bien. Si muchos “querían trabajar”, eso les nació después de firmar con el banco. De hecho, siempre decían que “necesitaban” un trabajo.
¿A cambio de qué se trabaja?
Es normal escuchar a muchos de los que han pasado la barrera de los 40, quejarse de que los jóvenes no se someten ni aceptan condiciones. También es normal escuchar a muchos de ellos contar cómo trabajaban desde bien jóvenes. Y cómo muchos de ellos, siendo menores de edad, ya “cobraban algo” (casi siempre en negro) por su trabajo.
El “joven” de la España de hoy, parece una carga para la empresa y para la familia.
Para la empresa, porque quiere tenerlo todos los días en la oficina sin asumir que eso deberá servirle, por lo menos, para mantenerse. Lo tremendo de la España de hoy, es que se ha generalizado que un menor de 30 años, precisamente por ser joven, deba “formarse, hacer prácticas o simplemente mirar y aprender”, sin necesidad de que cobre por ello.
Para la familia, porque asume que ese joven es una boca que mantener, sin cuestionarse la situación. Sin hacer presión -sí, las familias y las asociaciones de familias-, para que un joven que trabaja, no sea una boca que mantener, sino una boca que se mantenga.
Sí. Soy joven.
Y no quiero trabajar.
No, si el trabajo que me ofrecen no me da ni para mantenerme.
Porque quizás somos jóvenes.
Pero lo suficientemente mayorcitos como para saber dónde está la puerta.
Por J. Galiñanes