Ascega Hoy

Nosotros somos… ¡los otros!

Durante el lapso vacacional ha recobrado fuerza mediática “Hechos probados”, el docudrama que, tomando como hilo conductor la vivencia de Agapito García (en su día, el deudor tributario nº 1), denuncia ciertos desvaríos que -en determinadas circunstancias- permiten que el poder lamine al ciudadano.

En paralelo, también ha ido tomando cuerpo la pretensión de que Griñán, Chaves & Cía (condenados ya por el Tribunal Supremo) sean merecedores de un indulto y, así, eviten el cumplimiento de sus respectivas condenas.

A día de hoy el indulto es -obviamente- una rara avis; una patológica -¿e ilegítima?- intromisión del Ejecutivo en la esfera del poder Judicial que, así, impide el cumplimiento de una decisión suya.

Sin perjuicio de sus reminiscencias históricas que evocan la -hoy ya anacrónica- prerrogativa de los Reyes absolutos a conceder su perdón por encima de lo sentenciado por un tribunal; lo cierto es que el indulto -en casos muy singulares- pudiera tener su encaje y, sobre todo, su aval social si repara daños que el Derecho (aquí, implacable) no pueda evitar.

Pensemos, así, en una condena a alguien que, en circunstancias personales peculiares (por ejemplo, siendo toxicómano y con un gran desarraigo), hubiera cometido un robo; y, pensemos, que la ejecución de esa condena llega años después, cuando esa persona, ya rehabilitada de aquella adicción e integrada en la sociedad, tiene una familia a su cargo y un trabajo digno.

Parece obvio que obligarle a cumplir su pena casaría mal con la conocida como justicia material; es decir, la que, más allá de la ley, exige que la resolución del caso sea ecuánime y ponderada, evitando la generación de perniciosos daños colaterales (muchas veces, ya del todo irreparables).

Pero, a fuer de ser sinceros, la realidad es que, fuera de esas extraordinarias circunstancias, el indulto es visto como una del todo incomprensible injerencia de un poder (el Ejecutivo) sobre la esfera de actuación de otro (el Judicial) que, así, ve menoscabada su independencia y hasta su legitimidad.

Esa idea, ya per se, habría de ser bastante como para que esos ejercicios de clemencia se llevaran a cabo de un modo muy meditado, moderado y estrictamente restringido a supuestos clamorosos.

Fuera de ese ámbito, ese perdón corre el grave riesgo de ser socialmente visto como subjetivo y teñido de favoritismo. Y, además, ese peligro crece exponencialmente si los favorecidos por tal decisión son acólitos y/o afines de quien los perdona.

La sociedad tendría muchos motivos -todos ellos fundados- para sentirse engañada, estafada y, sobre todo, discriminada, al apreciar que hay ciudadanos de primera (unos) y de segunda (otros; que, además, somos nosotros; los paganinis de la fiesta, de su fiesta).

Primo hermano de este asunto es la pretensión (también profusamente aireada este verano) de desjudicializar el conflicto catalán.

Sin embargo, Agapito (que, con sus matices, personifica a Juan Español), no es merecedor ni de un perdón (pese a que penalmente fue declarado inocente por una sentencia firme) ni, tampoco, de una desjudicialización de su caso.

Como bien dice Maite Rico, “nada es más corrosivo que la sensación de indefensión del ciudadano; la constatación de que la ley no es igual para todos”.

Y es que en ese “todos” estamos nosotros, los otros; y fuera, ellos, los (h)unos.

Por Javier Gómez Taboada. #ciudadaNOsúbdito

Abogado tributarista. Socio de MAIO LEGAL (www.maiolegal.com)

 

 

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